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Cartas impublicables

Álvaro Reyes Toxqui

LA ARIDEZ DE UN BESO

 

 

Estimado Epaminondas:

    ¿Ha sentido la necesidad imperiosa de un beso? Sí, leyó bien, hablo de un simple y tibio roce de labios capaz de arrancar devaluados suspiros cursis, tan despreciados por la literatura contemporánea, tan abundantes en las novelas rosa, y que apasionan los corazones ingenuos de jovencitas inexpertas pero dispuestas a experimentar el amor, de ese que dicen nace con la primavera.

     -¡un beso! -exclamaría usted, y tal vez pregunte si ese sencillo acto, tan profano y repetido, pueda tener alguna trascendencia en esta  época de ordenadores, satélites y postindustrialismos neoliberales. Con peligro de parecer anticuado y lagrimón, quiero contarle una historia que me conmovió hasta la médula de los huesos y me lanzó a una perspectiva desconcertante. No sabía si cantar un himno o llorar amargamente; sólo atiné, como lo hago ahora a escribirle con el fin de que usted, como yo, guarde silencio, se carcajee o se sume a la pequeña hueste de aquellos que todavía conservamos, aunque en un rincón oscuro, la capacidad de asombro.

      Un viejo amigo, del cual su nombre reservo en el más prudente silencio, fue el personaje central de esto que hoy le cuento. Él, hombre bonachón y risueño, conocido por todos gracias a su buen humor y gentileza, un buen día se transformó en un apático ser silencioso.

     -¡Hola compadre! -le gritaban por la calle y, lejos de recibir la cordial respuesta acostumbrada, mi amigo los envolvía con su mirada espesa y patética.

     -¡Hola bufón!  -se repetían las voces pero ni una mentada de madre contestaba la burla.

     -¿Qué está ocurriendo? -y las preguntas volaban de boca en boca.

     -¿Qué le está ocurriendo? -sólo su mirada nos decía con impaciencia su fastidio, después de eso sus ojos quedaban mudos.

    -¿Qué te está ocurriendo? -le pregunté temeroso de ser enviado al lugar donde van todos los indeseables. Nada contestó, encendió un cigarro y se fue caminando por la acera concurrida de rostros, cuerpos, olores. Lo seguí varias cuadras, espié sus reacciones y tardíamente descifré algo de ese código misterioso. No sé si usted me lo crea Epaminondas, pero mi amigo, al ver pasar mujeres, no se detenía e escudriñar los abultados pechos o las sugerentes caderas; no, su vista no se posaba en esos demandados artículos de primera necesidad. Los labios, eran los labios los que le obsesionaban.

     Varias horas lo seguí y fui testigo de un hecho insólito. Frente a un póster gigante de publicidad, que mostraba el rostro de una cantante de moda (ya ve que esta especie de artistas de plástico se caracterizan más por su fisonomía que por sus aptitudes musicales), mi amigo se detuvo, volteó para todos lados asegurándose de no ser visto, pasó ligeramente sus dedos sobre el papel brillante, concentrando su roce en los labios de la fotografía: después y ya sin importarle el mundo, se llevó a su propia boca los dedos exploradores. ¿Qué éxtasis sintió? No lo sé, pero estuvo largo rato, como hipnotizado, observando el póster. Su mirada, repentinamente, se volvió luminosa pero sólo fue un chispazo esporádico. Casi al instante regresó su calignidad.

    ¿Será tan difícil conseguir un beso? ¿Será que existe un momento de la vida en que la humedad y la tibieza de unos labios femeninos se vuelvan imprescindibles? Al parecer mi amigo así lo sentía y a ambas preguntas respondía afirmativamente. Pero qué hacer, cómo ayudarle si ni siquiera podía imaginar qué profundidades había en su alma... Inmerso en mis pensamientos empecé a descubrir una débil luz de comprensión. Cada mujer es un misterio, cada una de ellas representa una incógnita escondida tras la fortaleza de sus propios sentimientos y la posibilidad de la seducción pausada, lenta, rítmica, es un largo laberinto hacia lo inescrutable y que tiene su fin en el pasadizo tierno de unos labios. Quien llega a ellos se encuentra con la inmensidad eterna, frágil e incomprensible. En una sociedad miserable donde ya no hay encantos sino sólo insondables vacíos, donde todo es profano y secular, la mujer representa la última colonia, el último reducto de la imaginación y de lo oculto. Mi amigo lo sabía con el conocimiento de una pasión desmedida, de una obsesión incontrolada.  En su frustración se dirigió apresuradamente hacia uno de esos lugares prohibidos en donde se arremolinan las angustias sexuales y donde habitan buenas samaritanas que, por unos cuántos pesos, entregan el sudor copiosamente. Se plantó frente a una de ellas, la primera que se encontró, extrajo de su bolsillo un billete nuevecito y compró un artículo que a fuerza de tanto uso, ya no tenía misterios. Los labios pintarrajeados de una mujer se posaron en las sedientas ansias de mi atormentado conocido y ahí, estrechado contra una piel erosionada, olorosa a manos y a sábanas sucias de hoteles baratos, mi amigo, el hombre, falleció repentinamente. El parte médico dijo que fue a causa de un paro cardiaco, yo sé que murió de sed.

    Y así termina la historia que no tiene mensaje ni moraleja, sólo un ligero murmullo que retumba constante en el oído: bese, Epaminondas, bese, pero no compre páramos desiertos.

© 2023 Creado por Álvaro  Reyes con Wix.com

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